En Colombia, hablar de política ha sido, históricamente, un deporte de alto riesgo. Basta con mirar lo que pasó en los años 50: liberales y conservadores se enfrentaban con machete en mano, literalmente. No se trataba solo de diferencias ideológicas —normales en cualquier democracia— sino de un odio visceral que convirtió a los contrincantes políticos en enemigos a muerte.
Mi interés por la política no nació en una universidad ni en una campaña. Nació con esa historia de mi abuelo paterno, que me confesó cómo, en Antioquia, tuvo que enterrarse junto a sus amigos para esconderse de conservadores armados que los buscaban solo por ser liberales.
Esa escena me marcó. No era una serie ni una película: era la realidad de un país donde disentir podía costarte la vida.
Hoy, más de 70 años después, Colombia ha cambiado, sí. Pero no tanto como quisiéramos. El odio político ya no se expresa con machetes, pero sí con discursos encendidos, insultos, estigmatización pública y agresión en redes. Tenemos hashtags en vez de arengas y plazas virtuales en vez de calles, pero el odio sigue siendo odio.
Y cuando ese odio es alimentado desde los extremos, se vuelve aún más peligroso. Porque deja de ser un debate de ideas y se convierte en una pelea por anular al otro, por borrarlo del mapa político.
El atentado reciente contra Miguel Uribe Turbay nos sacudió a muchos. No por afinidades políticas, sino porque nos recuerda algo que quienes tenemos menos de 40 años nunca habíamos vivido de forma tan directa: la violencia política en pleno ejercicio democrático. Lo que está en juego no es solo la vida de una persona, sino el derecho de todos a participar, a expresarnos y a hacer política sin miedo.
¿Vamos a dejar que esto se normalice? ¿Vamos a permitir que pensar distinto vuelva a ser motivo para atacar al otro, incluso físicamente? Yo no quiero eso. Y creo que la mayoría tampoco.
Es fundamental decirlo claramente: así como rechazamos la violencia, el llamado a bajar el tono no es para un solo lado del espectro político. Es para todos, sin excepción. Desde los más afines al expresidente Uribe y sus copartidarios, hasta el presidente Petro, su bancada y sus seguidores.
Esto no va de quién grita más fuerte, sino de quién tiene la madurez de poner al país por encima de su ego. Todos tenemos que ser conscientes de la responsabilidad que implica el lenguaje que usamos.
Necesitamos bajarle al tono, en serio. Ser críticos, sí. Denunciar lo que está mal, por supuesto. Pero dejar de ver al otro como un enemigo. El debate político debe volver a ser eso: un debate, no una guerra. El problema no son las ideas diferentes; el problema es creer que solo hay una verdad válida: la mía.
Si algo nos enseñó la historia es que el odio político solo deja muertos, dolor y generaciones enteras marcadas por el miedo. Y hay que decirlo con toda claridad: la guerra no es un acto heroico, es un acto de violencia irracional. Nadie gana, pero todos pierden.
Si la historia de mi abuelo sirve para algo, que sea para recordarnos hasta dónde puede llegar el odio cuando se normaliza. Somos una generación que está viendo cómo el lenguaje nos empuja peligrosamente hacia atrás.
Colombia no necesita más sangre derramada. Necesita diálogo, respeto y responsabilidad.
No permitamos que el futuro se construya desde el miedo. Hagamos que, esta vez, el país aprenda, al fin, a debatir sin destruirse.
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